El puro
azar, peluza indómita de noches y delirios, llevaba mi canoa
humilde, paseo impensable que ocasiona las remembranzas, sin que falten las
paradas y los cambios intempestivos, los sobresaltos, alegrías y sinsabores;
las entradas a desiertos de infinitas dunas y sed sin par o las
embolatadas, de empolvadas sendas y desvaríos, en bosques vivos del Retiro,
virgen de almas desde remotos tiempos.
El puro
azar se arracimaba en mis oídos de escucha ciega y me vaciaba en segundos
conciertos completos de Händel, Mozart y Vivaldi, o desfilaban a velocidad de
la luz los jardines de la Música del Agua de Händel, los 6 conciertos para
flauta y violín de Vivaldi o el concierto para Clarinete de Mozart, cuando no me encalambraba la suite para chello solo de Juán Sebastián Bach.
En un
instante me ponía en el centro de ese río montañez en El Retiro y desfilaban de
nuevo en película fantástica las riberas escarpadas vestidas de musgos,
orquídeas y cardos, árboles casi horizontales y pájaros de colores entre sus
ramas, cruzando la cañada en bejucos de silbidos y trinos contra el bajo
continuo del flujo torrencial entre las rocas del lecho. Me llevaban las
corrientes primordiales entre edades cada vez más inhumanas e iniciales.
Me hacían escarbar los cristales, los oros, las obsidianas, los grafitos, los
silicios y las perlas cultivadas de las madres misteriosas, los carbonos, los helios y los mismos hidrógenos originales. Entraba en un canto genérico de minerales y protohistorias que eran puras geografías y geosonatas esculpiendo tragedias graves sobre la tierna piel de armónicos flautines y violas entonadas.
Ya
afuera, en la cima del monte, sobre el río de heladas corrientes en primitivos
voltajes, bajo el zumbar de las abejas que cosechaban sus mieles alucinógenas,
se imponía la ley de la divisa... Llegaba el crepúsculo y brillaba
sobre las lejanas cordilleras el gran oro místico bajo el triple arco iris de
los siete colores. Al decir de León de Greiff, se sentía que todos los viajes fueran de regreso, regreso al instante sublime del poniente en dorados cantares del sacro silencio, cuando se abrían todas las puertas de la fantasía y nos rodeaban las inconsútiles bóvedas en cósmica catedral de felicidad. ¡Y la tierra sí era el centro de esa felicidad!