Oyendo a Haendel, ahora sus Concerti Grossi, después de los Tríos para Flauta, comprendí que
el día de mi entrada a la música, la cual ocurrió precisamente el día en que
escuché su grandiosa Música del Agua, gran compendio de la alegría infinita, suite de la creación inextinguible, ese día perdí auténticamente la razón, o, lo que es lo mismo, ingresé al “GRAN
TEATRO DE OKLAHOMA”, donde se pierde felizmente Hans en América de Kafka. Como a él, me absorbieron los enormes jardines de la
sinrazón en continua ebullición‑subsumisión; me atrapó el canto transtonal de Josefina la Cantora, distribuída en todo un Pueblo de Bellas Durmientes, EL CANTO PÚBLICO DE LOS DESPOSEÍDOS DELIRANTES.
Aquí no se entraba a sentir nada razonable, ni a solazarse
en la justicia y el deber ser cuotidiano, la proporción entre cifras naturales,
del tipo causa‑efecto, aunque sí podían intruir todo tipo de fragmentos irracionales,
ásperos e incalculables, de devenires locos, en los pasajes de estos jardines
alucinados, completamente reales y localizados en el espacio tiempo, al menos
el tiempo que determinaba el Vaticano, depués del calendario Juliano, en esta tierra de mi Dios, tiempo de
pascuas y navidades, o de solsticios y extremidades. Pero aquí, como fragmentos, o infinitésimos, se iluminaban y se entonaban
en las divinas melodías que vivían y se erguían en Musilandia, se embarcaban en
las sagas o misereres que comenzaba un tema y morían en alguna cadencia, en el
júbilo de algún Benedictus, alguna danza de agua frenética Haendeliana o algún
sortílego clarinete Mozartiano, ebrio en su cósmica soledad, perfecto en su solitaria armonía.
Las cuasicosas que circulaban estas landas de gracia y
fantasía perdían sus raíces con los discursos reales para vestirse con pétalos
de flores fantásticas o con alas de angelicales voces, y ágiles flautas Vivaldianas
trenzadas con gitanos violines o con solemnes órganos de Haendel, Bach o
Buxtehude. En verdad, aquí solo se vivía, lo otro eran tan sólo asuntos de pequeñas
transiciones, cambios de tono o de tema, los bordes del silencio que enmarcaba
por doquier toda esta tierra musical. Silencio en cuanto reinaba allí el gran
olvido.