Lo único que se me
exige siempre es dotarme de un buen lugar en el que la pasión, convulsionada
entre sus propios límites, pueda elegir sus vías de decolaje, pueda urdir los
tramos tensionados de su red mágica de circulación. Debía circular en
metástasis milagrosas para salvar los grandes hoyos en la malla, las cascadas y
pozos de sus canales subrepticios. Este lugar está forrado en cojines
anestesiantes y controlado por el silencio zumbante de las lámparas de neón en
que se cría la burocracia. Este lugar pasa entre los ruidos y los males como
una burbuja de amortiguación, irisada pompa viajera. Este lugar de “hombres
grises” está sostenido por millares de cabezas repletas de arena y menuda de
capital, diagramadas en estupidez IBM bañada en hiel y luz de hastío. La luz
gris porcelana que alumbra de hormigón este lugar la extraen de sus mortecinas
cerebrales que echan a deshacerse por inmensos vertederos de piedra bruta.
¿Por qué volvéis a
estos lugares, traidores de nuestra propia sangre, victimarios de muestro
propio sentimiento de orgías colectivas, verdugos hipócritas de nuestra propia
salud primordial?
¡Cochinas carnes
dormidas! No me contestéis, no quería preguntar, sólo anotaba sin poder
entender jamás. Cómo diantres nos habían expropiado de tal modo el cacumen
mental a todo un pueblo. En qué noche fatal de la mente cósmica, contra qué
mísera apuesta se habían jugado las potencias nuestra innata inteligencia, esa
luz clara de la razón que brotaba del gran talismán pulido por los griegos, por
los mayas, por los incas y los innombrables pueblos que iluminan los vientres
de las selvas.
Se ve claro que sois las
crías perfectas del campo imbécil, los habitantes natos del sopor antiséptico
que irradian esos centros muertos de la riqueza colectiva, enajenada
socialmente en inmensas formaciones de estorbo, asesinato y putrefacción, desiertos
gigantescos de flores extirpadas y canciones apagadas: industrias y almacenes
de desperdicios o trozos en atómica molienda y tóxicos cachivaches con recuerdos
de tsunamis.
Amanecer en verde
limón, entre rígidos sordos motores y olores de café, satinados de risas y
asombros. Son las seis en el viejo pedazo de polvo de muertos que hemos
heredado sin alternativa. La vieja tierra de Copérnico y Galileo, extraña a las
elucubraciones de Aristóteles y Platón, sólo dada a la meditación trascendental
de Demócrito y Epicuro, quienes la tomaban como el gran jardín de solitarios
clinámenes y riesgosas tiradas de dados en el fondo de la noche, contra Sirio y
contra Aldebarán, contra las 7 cabritas y contra la desamparada Cruz del Sur.
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