En
memoria de Gilles Deleuze
maestro
gozoso de caminos y líneas de fuga
líneas
de amistad en suelo de inmanencia
Siempre
un camino,
sólo
continuos estados
de
tensión,
de
escisión
en
multiplicidades de extraser
como
posibles nodos,
ausentes estrados,
para
llegar a ser
lo
mismo: incandescencia pura,
transparencia
distinta,
llama que fulgura
ubicuo milagro,
colosal
policromía,
en el trance de lo diverso informe
pirotecnia
de cuerpos en jura
conformando
délfica orgía
por
los jardines iniciáticos de lo tempopleno,
entre
los intersticios grieta
que trazaba en porcelanas y granito
de loca bohemia
atravesada en zeta,
que
daban al camino corpus de infinito
entre la loca polvareda
del crepúsculo que asedia,
entre los dulces senos de la armonía.
Siempre
ese camino,
de
hierba o de desierto
verdeante anónima frescura,
ocres fuegos de planeta muerto
tanto esto como lo otro,
en lejanos oasis,
desplegaba
los gramas de la fuga
y paisajes de remota fábula
asomaban
en éxtasis
en
los rostros-guijarros de ira
que vestían la fiebre del camino
y ponían en virginales vetas
sus pieles milenarias.
Eché a
rodar
feliz,
sin espesor
por
el oro gozoso del camino polvoriento,
cada
vez más desligado,
más erodado, vaciado,
sola
insistencia, partido en medio
pasión
de los encuentros
que
escande el vino de misterio
guardado
en las estancias de eterno tedio,
fulguración
abstracta
de grieta en grama de delirio.
Una
parada
-
eran éstas cosas de camino,
como
arranques y gozosas desbocadas -,
una
parada para sentir las caras rojas,
el circular de antiquísima sangre,
el
crepitar de las piedras y las hojas
sobre el mapa detenido en rudo rasgo,
el
beso del aire silencioso,
o
en cuajada de roca transparente,
y
la sola música del arroyo cercano,
sutil
canto de violas dolientes
sobre cojines landas de dormido musgo:
apenas
rozaban la roca las aladas ruedas de las gotas.
A la
sombra del guayacán amarillo
tomábamos
el aliento
del
oxígeno enibrante
que
nos sudaba el monte vecino,
sólo
aliado con aromas transeúntes
de
las flores del instante
en orfandad de guirnalda
que
brotaba su piel de vino-esmeralda,
en
ofrenda al Día de sidéreos diamantes:
unánimes
testigos, sagrado camino,
flotando
en laudes y milagrosos andantes;
inconsistentes huellas sin anterior pisada
inspiraban camino de olvidado maestro,
susurraban el vacuo de cantos y salvas
en la piel aséptica de virginales selvas.
Luego en delicado arrullo en seda de frailejones
se abrían paso las joyas de los páramos
entre vozarrones de vientos y bosques
y ardiente erosión de mártires antiguos
cuesta abajo de inermes cadentes saprolitos.
diciembre 30 de 1997
diciembre 23 de 1998
septiembre de 2012
José Guillermo Molina