domingo, 30 de septiembre de 2012

Antártida de Corazón

Me derretía como hielo solitario
desventurado iceberg
contra el azul infinito
inferior y superior
de las Antártidas ignotas de mi viejo corazón


Me plegaba en incontables foliaciones
víctima de mi sed sempiterna 
y de mis ecuaciones tectónicas incontrolables

mi viejo corazón vivía en el fuego frío
y se cocía en los prietos lazos
del cero absoluto,

mientras tú ardías en los supremos fuegos,
en los sagrados hornos
de aterrados dioses de la roca
o inconsútiles telas de atmósferas salvajes.

En ambos casos eras
mis telúricas raíces
o mis celestes meteorias.

Camino Maestro


En memoria de  Gilles Deleuze
maestro gozoso de caminos y líneas de fuga
líneas de amistad en suelo de inmanencia

Siempre un camino,



sólo continuos estados
de tensión,
de escisión
en multiplicidades de extraser
como posibles nodos,
ausentes estrados,
para llegar a ser
lo mismo: incandescencia pura,
transparencia distinta, 
llama que fulgura
ubicuo milagro,
            colosal policromía,
en el trance de lo diverso informe
            pirotecnia de cuerpos en jura
conformando délfica orgía
por los jardines iniciáticos de lo tempopleno,

            entre los intersticios grieta
               que trazaba en porcelanas y granito
                      de loca bohemia
                      atravesada en zeta,
               que daban al camino corpus de infinito
             entre la loca polvareda
       del crepúsculo que asedia,
entre los dulces senos de la armonía.

Siempre ese camino,

de hierba o de desierto
     verdeante anónima frescura, 
     ocres fuegos de planeta muerto
                 tanto esto como lo otro,
                            en lejanos oasis,
                 desplegaba los gramas de la fuga
              y paisajes de remota fábula
     asomaban en éxtasis
en los rostros-guijarros de ira
que vestían la fiebre del camino
y ponían en virginales vetas
sus pieles milenarias.

Eché a rodar

feliz, sin espesor
             por el oro gozoso del camino polvoriento,
             cada vez más desligado,
         más erodado, vaciado,
sola insistencia, partido en medio
pasión de los encuentros
           que escande el vino de misterio
        guardado en las estancias de eterno tedio,
fulguración abstracta
de  grieta en grama de delirio.

Una parada

- eran éstas cosas de camino,
como arranques y gozosas desbocadas -,
una parada para sentir las caras rojas,
el circular de antiquísima sangre,
el crepitar de las piedras y las hojas
sobre el mapa detenido en rudo rasgo,
el beso del aire silencioso,
o en cuajada de roca transparente,
y la sola música del arroyo cercano,
sutil canto de violas dolientes
sobre cojines landas de dormido musgo:
apenas rozaban la roca las aladas ruedas de las gotas.

A la sombra del guayacán amarillo

tomábamos el aliento
del oxígeno enibrante
que nos sudaba el monte vecino,
sólo aliado con aromas transeúntes
de las flores del instante
en orfandad de guirnalda
que brotaba su piel de vino-esmeralda,
en ofrenda al Día de sidéreos diamantes:
     
unánimes testigos, sagrado camino,
     flotando en laudes y milagrosos andantes;
          inconsistentes huellas sin anterior pisada
                    inspiraban camino de olvidado maestro,
          susurraban el vacuo de cantos y salvas
en la piel aséptica de virginales selvas.
      Luego en delicado arrullo en seda de frailejones
                 se abrían paso las joyas de los páramos
            entre vozarrones de vientos y bosques
y ardiente erosión de mártires antiguos
cuesta abajo de inermes cadentes saprolitos.


diciembre 30 de 1997
diciembre 23 de 1998
septiembre de 2012

José Guillermo Molina