poesia vigilante
Vigilaba mi antigua región. Extraños
riscos de cobre o bronce y significación olvidada respiraban gigantes,
dinosaurios musicales junto a raquíticos glómeros de vida e historia
residuales. Eran simplemente los antiguos talleres de artes olvidadas y
abandonadas. La mirada desantojada y liviana se diseminaba por sobre los campos
combustos, parchados de trapos al sol y
chozas apestadas...se difundía plácida como una ola de moho amarillo,
devastadora avalancha de signos oxidados de acción in-significante y se
extendía uniforme en capa de danzantes letras venenosas por las asperezas-piel
de basaltos acaecidos. Dejarla correr, expandirse por los cuatro
confines de la piel-presencia, ¿no podríamos más, a nuestro turno que emitir muerte,
veneno y pusilánime hastío purulento? Podría más bien tratarse de una niebla de
aurora dejando maitines a su paso, fútiles danzas de fantasmas pasajeros, muy lejos aún de pieles y
presencias radiactivas. En las trazas medulares de esa niebla de amanecer
cabalgaría mi espíritu fugitivo su incógnito territorio en oración, entre
esencias jugando escenas siderales, viejos fantasmas de amanecer. Pronto, muy
pronto vibraban campos verdes entre los cuadros del bus popular, el bus al
Retiro con los restos aún vivos posiblemente de Mercurio.
Me asustó en algún momento que nada más
pudiera salir de mi ojo de luz podrida, de mi piedra de claridad estancada,
prisionera. Pues la verdad era que esperaba
volver a gozar íntimos amaneceres de ámbar cristalino, de leche rosa y fresco verde aguamarina.
Esperaba poder levantarme con los vapores que enviaran al Éter los muertos que
adormilan el Planeta. Yo estaba vivo, pero sentía su febril actividad, su
forcejeo perenne a velocidades paralizantes en las entrañas más secretas y
agitadas de la vida, en los más furtivos
alvéolos del pensamiento donde fermenta
el futuro, sintetizando los fulgores siguientes, los cantos-celdas que acunarán
el viaje universal por las calles del cosmos estallado. Parecían más vivos que
yo, pero al margen de toda identidad. A horcajadas de los truenos pájaros
gigantes pude vislumbrar y desguazarme entre los radios quebrados del Caos en
perenne explosión y agónica palpitación, por alguno de los cuales iríamos a
adentrarnos en la Nada
y el Nunca más, con todas nuestras luces, ruidos y chichiguas de feria, a modo
de traje espacial para protegernos contra la verdad desnuda, contra el horrendo
Vacío de espectros en transmateria: la Aventura del Hoyo Denso, o de la Torre de Descensos.
Pude divisar, a la luz de una red de
nervios amorosos, las portadas de fósforo por las que cruzaríamos a oscuras,
las marañas magnéticas por las que nos abriríamos campo auxiliados por todos
los sueños del corazón negro, según constaba en las fórmulas astrales del pacto,
con nuestros alardes y pequeñas mañas a modo de piel protectora entre el flujo
objetivo y la corrosión purificante de la verdad desnuda, contra el hórrido
abismo nervioso de descargas impersonales, del que pendían nuestras
significaciones a modo de trapos-sanguijuelas escandalosos. Pues formábamos penosamente una incomprensiva pasta o
masa social, una capa elástica de fluído demencial, mal aliento y luz de rata,
cuyo influjo pestífero quién sabe qué más afectaba, fuera de la diminuta
Tellus. Y esa capa de chicle uniformizante no sólo amortiguaba y envolvía la
violencia intensiva de las apariciones, la física mental-espinal del universo,
sino que la invertía en sus regímenes de explotación, en sus
máquinas anónimas de represión y en sus protocolos de control e imbecilización:
la ponía a cargar códigos, déspotas, capitales,
privatizaciones, intimidades, edipos, necesitados, míseros esclavos de harapos
everfit, corbatas marca horca, sonrisa suramericana y
cáncer en el hígado. Consolaba pensar que este desastre planetario no había
alcanzado aún las Altas Esferas, las macroescalas de Titanes, en cuyos anales
aún figurábamos como el planeta azul de mares blancos. Nuestro crimen no había
alcanzado aún la escala estelar. En verdad la mancha que habíamos provocado aún
no la veían los dioses navegantes. Por eso para el gran dios aún no contábamos
ni nos tenía fichados. Al menos, eso nos hacían creer desde Cabo Cañaverales.
Pero lo que todos sentíamos, más allá de
la angustia de lo irreversible, indicaba la necesidad y la alegría de un eterno
retorno de las flores extasiadas. Probablemente la Tierra bola de mágicas
estancias, ya nunca dejaría de ser ese Lisiado Epiléptico de aluminio mucus
cemento grasa sangre odio libido electricidad y plásticas irritaciones de
enanos, que avanzaba a ciegas con sus atmósferas venenosas, sus desequilibrios
atómicos, sus pilas de escombros
irreciclables, expulsados del Círculo frecuentado de las existencias
expresiones de sustancia única. Y avanzaríamos, con sus temblores y geotropos
maniáticos, solazándose en sus vergüenzas mediante niveles inmanentes de humor
y regulación, a través del Vacío Escalonado en mechones de relámpagos con que
la materia, o la eternidad compone y libera sus harinas dinámicas. Con ella, no
dejaríamos de ser ese Bacilo neurótico arrastrándose entre los dioses
cosmoperegrinos, befando tronando botando babasespumas a fustazos de Locura
Exacta, divirtiendo a los dioses eternidades de armonía con sus danzas
geodésicas y sus vividas ecuaciones cónicas.
Pues, ¿Quién podía pisar los tapices
ergódicos de los dioses, en su estacionario devenir forzudo, sin cumplir una
función en las escenas infernales, sin pagar su precio de degradación a las
potencias elementales, sin ser digerido por las paredes intestinales del Afuera?
¡Aunque era sólo eso!
Ariel, el querubín limón brillante,
registraba el itinerario trágico de las esquizias y cantaba en pregón
inexorable que ir con los dioses implicaba la pérdida de esta dichosa
conciencia y la caída en la tornillante sensación de histrión sin masa,
atorbellinado, enclavado en un infinito allende nuestras acostumbradas
sensibilidades. Dos dichosos trompetazos vagaban como ebrios délficos por entre
las inverosímiles colinas de carmín y trigo de pan celeste. Era bien escasa
nuestra realidad, apenas un pneumoflujo, cierto humo musical arrastrando
consigo fractales asteroides, nobles testimonios fugaces de antiguas y plenas
estancias, de piel auténtica y lozana, con todos los sellos de la existencia.
Quizás fuera la señal para desenrollar los mapas, ponerlos a acrecentarse, a
divagar en sus dimensiones y explayar sus fronteras laterales. Quizás ya nunca
volvamos a contemplar nuestra madre-esfera actuada e interpretada por soberbios
artistas de orgullosos árboles espinales, de ardor singular inconfundible cuya
labor prolífica cuajó en milagrosas joyas de la Gracia, en himnos y señeros
acordes que celebraban su paso inconfundible.
José
Guillermo Molina
Medellín,
1977
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