martes, 16 de abril de 2019

HARAPOS GITANOS


poesia vigilante
Vigilaba mi antigua región. Extraños riscos de cobre o bronce y significación olvidada respiraban gigantes, dinosaurios musicales junto a raquíticos glómeros de vida e historia residuales. Eran simplemente los antiguos talleres de artes olvidadas y abandonadas. La mirada desantojada y liviana se diseminaba por sobre los campos combustos,  parchados de trapos al sol y chozas apestadas...se difundía plácida como una ola de moho amarillo, devastadora avalancha de signos oxidados de acción in-significante y se extendía uniforme en capa de danzantes letras venenosas por las asperezas-piel de basaltos acaecidos. Dejarla correr, expandirse por los cuatro confines de la piel-presencia, ¿no podríamos más, a nuestro turno que emitir muerte, veneno y pusilánime hastío purulento? Podría más bien tratarse de una niebla de aurora dejando maitines a su paso, fútiles danzas de fantasmas pasajeros, muy lejos aún de pieles y presencias radiactivas. En las trazas medulares de esa niebla de amanecer cabalgaría mi espíritu fugitivo su incógnito territorio en oración, entre esencias jugando escenas siderales, viejos fantasmas de amanecer. Pronto, muy pronto vibraban campos verdes entre los cuadros del bus popular, el bus al Retiro con los restos aún vivos posiblemente de Mercurio.

Me asustó en algún momento que nada más pudiera salir de mi ojo de luz podrida, de mi piedra de claridad estancada, prisionera. Pues la verdad era que esperaba  volver a gozar íntimos amaneceres de ámbar cristalino, de leche rosa y fresco verde aguamarina. Esperaba poder levantarme con los vapores que enviaran al Éter los muertos que adormilan el Planeta. Yo estaba vivo, pero sentía su febril actividad, su forcejeo perenne a velocidades paralizantes en las entrañas más secretas y agitadas de la vida, en  los más furtivos alvéolos del  pensamiento donde fermenta el futuro, sintetizando los fulgores siguientes, los cantos-celdas que acunarán el viaje universal por las calles del cosmos estallado. Parecían más vivos que yo, pero al margen de toda identidad. A horcajadas de los truenos pájaros gigantes pude vislumbrar y desguazarme entre los radios quebrados del Caos en perenne explosión y agónica palpitación, por alguno de los cuales iríamos a adentrarnos en la Nada y el Nunca más, con todas nuestras luces, ruidos y chichiguas de feria, a modo de traje espacial para protegernos contra la verdad desnuda, contra el horrendo Vacío de espectros en transmateria: la Aventura del Hoyo Denso, o de la Torre de Descensos.



Pude divisar, a la luz de una red de nervios amorosos, las portadas de fósforo por las que cruzaríamos a oscuras, las marañas magnéticas por las que nos abriríamos campo auxiliados por todos los sueños del corazón negro, según constaba en las fórmulas astrales del pacto, con nuestros alardes y pequeñas mañas a modo de piel protectora entre el flujo objetivo y la corrosión purificante de la verdad desnuda, contra el hórrido abismo nervioso de descargas impersonales, del que pendían nuestras significaciones a modo de trapos-sanguijuelas escandalosos. Pues formábamos penosamente una incomprensiva pasta o masa social, una capa elástica de fluído demencial, mal aliento y luz de rata, cuyo influjo pestífero quién sabe qué más afectaba, fuera de la diminuta Tellus. Y esa capa de chicle uniformizante no sólo amortiguaba y envolvía la violencia intensiva de las apariciones, la física mental-espinal del universo, sino que la invertía en sus regímenes de explotación, en sus máquinas anónimas de represión y en sus protocolos de control e imbecilización: la ponía a cargar  códigos, déspotas, capitales, privatizaciones, intimidades, edipos, necesitados, míseros esclavos de harapos everfit, corbatas marca horca, sonrisa suramericana y cáncer en el hígado. Consolaba pensar que este desastre planetario no había alcanzado aún las Altas Esferas, las macroescalas de Titanes, en cuyos anales aún figurábamos como el planeta azul de mares blancos. Nuestro crimen no había alcanzado aún la escala estelar. En verdad la mancha que habíamos provocado aún no la veían los dioses navegantes. Por eso para el gran dios aún no contábamos ni nos tenía fichados. Al menos, eso nos hacían creer desde Cabo Cañaverales.

Pero lo que todos sentíamos, más allá de la angustia de lo irreversible, indicaba la necesidad y la alegría de un eterno retorno de las flores extasiadas. Probablemente la Tierra bola de mágicas estancias, ya nunca dejaría de ser ese Lisiado Epiléptico de aluminio mucus cemento grasa sangre odio libido electricidad y plásticas irritaciones de enanos, que avanzaba a ciegas con sus atmósferas venenosas, sus desequilibrios atómicos, sus  pilas de escombros irreciclables, expulsados del Círculo frecuentado de las existencias expresiones de sustancia única. Y avanzaríamos, con sus temblores y geotropos maniáticos, solazándose en sus vergüenzas mediante niveles inmanentes de humor y regulación, a través del Vacío Escalonado en mechones de relámpagos con que la materia, o la eternidad compone y libera sus harinas dinámicas. Con ella, no dejaríamos de ser ese Bacilo neurótico arrastrándose entre los dioses cosmoperegrinos, befando tronando botando babasespumas a fustazos de Locura Exacta, divirtiendo a los dioses eternidades de armonía con sus danzas geodésicas y sus vividas ecuaciones cónicas.

Pues, ¿Quién podía pisar los tapices ergódicos de los dioses, en su estacionario devenir forzudo, sin cumplir una función en las escenas infernales, sin pagar su precio de degradación a las potencias elementales, sin ser digerido por las paredes intestinales del Afuera? ¡Aunque era sólo eso!

Ariel, el querubín limón brillante, registraba el itinerario trágico de las esquizias y cantaba en pregón inexorable que ir con los dioses implicaba la pérdida de esta dichosa conciencia y la caída en la tornillante sensación de histrión sin masa, atorbellinado, enclavado en un infinito allende nuestras acostumbradas sensibilidades. Dos dichosos trompetazos vagaban como ebrios délficos por entre las inverosímiles colinas de carmín y trigo de pan celeste. Era bien escasa nuestra realidad, apenas un pneumoflujo, cierto humo musical arrastrando consigo fractales asteroides, nobles testimonios fugaces de antiguas y plenas estancias, de piel auténtica y lozana, con todos los sellos de la existencia. Quizás fuera la señal para desenrollar los mapas, ponerlos a acrecentarse, a divagar en sus dimensiones y explayar sus fronteras laterales. Quizás ya nunca volvamos a contemplar nuestra madre-esfera actuada e interpretada por soberbios artistas de orgullosos árboles espinales, de ardor singular inconfundible cuya labor prolífica cuajó en milagrosas joyas de la Gracia, en himnos y señeros acordes que celebraban su paso inconfundible.


José Guillermo Molina
Medellín, 1977

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